Vivian Maier: El secreto mejor guardado de la fotografía del S.XX
El legado de Vivian Maier pide paso entre los grandes de la fotografía contemporánea.
La artista retrató la belleza de lo cotidiano, el hálito de la rutina, la vida ordinaria del Chicago y Nueva York de la segunda mitad del siglo XX, retrató en sus ratos libres con medios rudimentarios y sin ninguna pretensión profesional o artística, ella que se ganaba la vida como niñera y casi nadie conocía este modo de evasión.
Revelaba en un cuarto de baño, en la casa donde prestaba sus servicios en Chicago ciudad en la que se afincó definitivamente a partir de 1951 y acumuló cientos de carretes que aún hoy no han sido revelados en su totalidad por John Maloof, dueño del material subastado en 2007.
La subasta tuvo lugar dos años antes de su muerte para que pudiera pagar sus deudas acumuladas, que incluso la obligaron a vivir en la calle.
La historia personal de Maier, sin amistades ni relaciones conocidas después de una azarosa peripecia vital y familiar en los primeros años de su vida, no se puede desvincular de la obra de esta aficionada.
Acusó una visión humanista en la mayoría de sus creaciones al situar al ser humano en el epicentro de la inmensidad arquitectónica y urbana que el mismo hombre creó en Nueva York y Chicago, dos de las grandes urbes de los Estados Unidos, una veces engullido y otras en pleno combate o lucha por la supervivencia.
Surgen así, sin estridencias, con suavidad pero firmeza, estampas callejeras vinculadas a oficios, rostros anónimos pero fácilmente identificables: menestrales, desposeídos y también olvidados o marginales, con una especial atención a la indumentaria y a los niños como último eslabón de ese enfoque humanista.
El relato se completa con el paisaje urbano, desmesurado en las proporciones de sus edificios e infraestructuras, el mobiliario y decorado, los establecimientos y la gente como inquilinos de una cotidianeidad de la que forman parte blancos y negros, así como las diferentes etnias que pueblan esas grandes ciudades industriales.
No faltan ebrios, vagabundos, mendigos y prostitutas, cuyo dolor constata desde el umbral de la escena, sin zaherir ni moralizar, con un mero carácter testimonial.
Son imágenes en apariencia banales, inscritas en la normalidad de cualquier urbe comercial e industrial, sin apenas trascendencia, pero que adquieren prestancia con el enfoque de Vivian Maier, de origen europeo (francés y austro-húngaro). Su fotografía goza de una gran autonomía y una autoridad plena. No se la conoce mucho, pero ya ha deslumbrado hasta dar un vuelco en la historia contemporánea de la fotografía, junto a sus grandes protagonistas.
No faltan una serie de inquietantes autorretratos de Maier, con ella en un premeditado segundo o tercer plano, insinuada en ocasiones y en otras deformada por artificios técnicos, sin sonreír, parcialmente sombreada y de aspecto hosco, como si fuera otra persona, lo han achacado a la permanente búsqueda de sí misma, tal vez porque indagara realmente en quién era ella, que no tenía unas raíces muy claras y a muy temprana edad se separó de su familia.
Vivian Maier, auxiliada por los hijos que crió en la casa de Chicago donde residió, fue recogida de la calle a principios de los años noventa del siglo XX, y sus enseres recogidos en un guardamuebles hasta que fueron subastados, dos años antes de su muerte, para saldar deudas, donde fueron encontrados esos 100.000 negativos y carretes sin revelar.
El legado fotográfico de Maier fue descubierto sin querer por Maloof. Mientras trabajaba en un libro sobre el barrio de Chicago Portage Park, compró 30.000 copias y negativos en una casa de subastas que habían adquirido de un almacén que vendió su dueña cuando ya no estaba en condiciones de pagar sus cuotas. Después de darse cuenta de la calidad del material, Maloof adquirió un lote más y ahora es el propietario de 150.000 negativos, cientos de rollos de películas caseras, entrevistas en audio, cámaras fotográficas y documentos, que representan el 90 por ciento del trabajo de Maier, uno de los más sorprendentes tesoros recién descubiertos de la fotografía del s.XX. Maloof no pudo averiguar prácticamente nada sobre ella antes de su muerte y Vivian murió en el anonimato. Hacia el final de su vida, Maier se quedo en la pobreza viviendo en la calle durante algún tiempo. Pero los niños que había cuidado en la década de 1950 le compraron un apartamento y pagaron sus facturas hasta su muerte en abril de 2009.
John Maloof, resume la forma en que la describen los niños que ella crió: “Era socialista, feminista, un crítico de cine, y no tenía miedo de decir lo que sea. Aprendió Inglés yendo a las obras de teatro que ella amaba. Llevaba una chaqueta de hombre, zapatos de hombre y un gran sombrero, la mayor parte del tiempo. Ella estaba constantemente tomando fotos que no enseñó nadie.”
En busca de Vivian Maier
La novela de la vida de Vivian Maier está llena de páginas en blanco. Vivian Maier se llevó su secreto a la tumba, pero dejó más pistas que nadie sobre su identidad escondida. Dejó más de cien mil negativos fotográficos tomados a lo largo de más de cuarenta años y no revelados nunca. Dejó películas en super 8, cintas magnetofónicas de conversaciones con desconocidos, docenas de sombreros, pares de zapatos, vestidos, abrigos, prendas de ropa que solo descartaba cuando estaban muy gastadas pero que no tiraba nunca; dejó facturas, recibos, billetes de tren, entradas de cine, tubos de rollo de película que contenían dientes de leche de los niños a los que había cuidado o monedas o botones o chapas con consignas políticas; dejó cartas guardadas con cuidado en sus sobres de origen después de leídas, y cartas no abiertas nunca; dejó varias cámaras Rolleiflex que había usado para tomar sus fotografías; dejó sobre todo cajas de cartón y maletas llenas de recortes de periódicos y de periódicos enteros, sobre todo ejemplares que tuvieran en la primera página titulares de crímenes, o que contuvieran noticias de violaciones, de raptos, de asesinatos estrambóticos, de desgracias horrendas.
Dejó recuerdos variados y contradictorios en las familias para las que había trabajado como cuidadora de niños durante unos cuarenta años, en Nueva York y sobre todo en Chicago. Se conformaba con salarios muy bajos, pero en cada casa en la que servía reclamaba el derecho a poner un candado en la puerta de su habitación. Parecía no tener familia y carecer por completo de otra vida que no fuera la que dedicaba a su trabajo.
Siempre salía llevando al cuello su cámara de fotos, que era un rasgo de su presencia personal tan invariable como sus grandes abrigos o gabardinas, sus sombreros de alas caídas, sus camisas masculinas, sus faldas como de monja de paisano, sus zapatos negros y austeros de tacón bajo. Todos los dueños de las casas en las que vivió y todos los niños a los que cuidó la vieron siempre con la cámara, pero nadie mostró jamás la menor curiosidad por saber lo que hacía con ella. Tampoco ella hizo, que se sepa, el menor esfuerzo por mostrar el resultado de una tarea en la que ponía los cinco sentidos, que llenaba sus horas de caminatas solitarias por la ciudad en sus días o tardes libres y de la que seguía ocupándose incluso cuando sacaba a pasear a los niños a su cargo. El secreto de Vivian Maier es doble, porque no se sabe qué la impulsaba a tomar fotos sin cesar ni cuál fue su formación, pero tampoco se sabe por qué eligió mantener secreta una afición que le importaba tanto y para la que tenía tanto talento. En los cajones de papeles y de toda clase de materiales que acumuló Vivian Maier a lo largo de su vida no hay ni un solo testimonio, ni una carta, ni una reflexión, ni un solo indicio de sus ideas sobre la fotografía. Llegó a imprimir solo unos pocos negativos, probablemente por falta de dinero.
Se jubiló ya mayor y dejó casi todo lo que había acumulado a lo largo de la vida en cuartos trasteros o garajes de sus antiguos patronos. En 2007, un historiador aficionado de 27 años, John Maloof, compró más bien por azar unas cajas de negativos que encontró en uno de esos mercadillos que son el recuelo y el último muladar de las vidas anónimas, los almacenes en los que va a parar lo que ya no es de nadie y lo que no quiere nadie, las bibliotecas y las colecciones de los muertos, sus fotos familiares y sus documentos de identidad y sus cartas de amor y los cuadritos que tenían sobre las repisas y los zapatos de charol cuarteados y endurecidos de niños que están muertos.
Maloof compró el archivo porque costaba menos de trescientos dólares y porque al mirar por encima los rollos de película entrevió en ellos imágenes callejeras y cotidianas de Chicago. Poco a poco fue cobrando conciencia del tesoro que había encontrado y de su extensión abrumadora. Parecía que aquella mujer de la que no sabía nada y de la que no encontraba rastros ni siquiera en Google no había parado nunca de caminar por ahí haciendo fotos y preservando todo lo que caía en sus manos. Cada nuevo negativo que revelaba era un deslumbramiento. Vivian Maier era el resumen de toda la gran fotografía americana del siglo XX y al mismo tiempo tenía una manera de mirar afiladamente suya, una sinuosa originalidad que escapaba de cualquier tentativa de clasificación. Juntaba el gusto por lo monstruoso cotidiano de Diane Arbus con la atención cordial a los juegos callejeros de los niños de Helen Levitt. Los borrachos tirados por las aceras, los locos ambulantes, las víctimas animales o humanas de la crueldad, forman una parte tan integral de su mundo como del de Weegee, pero en Vivian Maier hay compasión, o al menos una observación fascinada, y nunca sarcasmo. Estaba igual de atenta a lo extraordinario y a lo común. Miraba con el mismo asombro ecuánime al espanto y a la belleza.
Igual que quería guardar cada mínima huella material de su vida y cada periódico de cada día, parece que aspiraba a preservar cada imagen, cada cara, cada hecho con el que se cruzara en sus caminatas. Empujando carritos de bebé y llevando a niños de la mano se alejaba hacia los barrios más pobres, hacia los descampados industriales de los mataderos, y no le importaba abandonar una avenida luminosa para adentrarse en un callejón en el que podía tomar fotos de cubos de basura y de las chozas de cartones en las que se cobijaban los vagabundos. La cámara Rolleiflex le permitiría pasar más inadvertida, ya que la enfocaba a la altura de las caderas y no de los ojos, inclinándose para estudiar el visor. Vistas desde ese ángulo, de abajo arriba, las personas adquieren una presencia imponente, y el espectáculo de la calle se observa desde el lugar aproximado de la mirada de un niño.
Grande, austeramente vestida, con cara de vigilancia y de ensimismamiento, con un andar enérgico de braceos y zancadas, según atestiguan quienes la conocieron, con su cámara colgada al hombro y disimulada a plena vista, Vivian Maier encontraba muchas veces la imagen de una desconocida que era ella misma. Se sorprendía a sí misma, con esa extrañeza de quien se ve sin aviso y de golpe, viendo en una fracción de segundo no la cara que imagina que tiene, sino la que ven y conocen los demás, en el escaparate de una cafetería, en el cristal de una cabina de teléfonos, en un espejo que llevaba al hombro un empleado de una tienda, en el de un cuarto de baño. Hacía fotos de sí misma mirando al objetivo o eludiendo su disparo; retrataba su imagen en un escaparate y al mismo tiempo su propia sombra alargada. Cada autorretrato de Vivian Maier ahonda su secreto en lugar de disiparlo. Mira desde tan lejos en esas fotografías como un fantasma de ella misma que se pasea de incógnito entre los vivos, con la cámara al cuello.
Había nacido en 1926. Durante esos 73 años dedicó 40 a fotografiar, con una mirada deslumbrante y un don de la oportunidad que sólo tienen los elegidos, la vida cotidiana en las calles de Nueva York, Chicago y otras ciudades. Su obra (compuesta por nada menos que 100.000 negativos) permaneció oculta hasta 2007, cuando fue rescatada por casualidad por un coleccionista que compró algunos enseres en la subasta de los fondos de un guardamuebles de Chicago. Desde entonces el pasmo ha sido mundial. Reflejos en espejos, escaparates, cuartos de baño... Ahora han salido a la luz una colección de autorretratos de Maier. En el proceso de catalogación, mantenimiento y positivado de los negativos, los encargados, coordinados por el comprador de los fondos, John Maloof, se han percatado de que la fotógrafa amateur no sólo se decantaba por escenas callejeras y retratos de estilo cándido (no intrusivos, sin pose, espontáneos), sino que gustaba de autorretratarse en espejos, lunas de escaparates, cuartos de baño y sombras...
En la web oficial de Maier han publicado cuarenta autorretratos. La mitad de ellos son inéditos, nunca habían sido positivados. En su mayoría son de la década de los años cincuenta. En 1951 la fotógrafa-niñera se había establecido en Nueva York, donde trabajó en una fábrica. Cinco años más tarde se trasladó a Chicago, donde residió hasta la muerte. Las fotos la muestran joven, despierta y armada siempre con su inserable cámara Rolleiflex de medio formato. Renacimiento de la fotografía callejera Mientras tanto, la muestra Vivian Maier: A Life Uncovered (Vivian Maier: Una vida al descubierto) está en cartel en Londres en el Street Photography Festival.
Los organizadores destacan que a estas alturas del trabajo de catalogación del archivo personal de la fotógrafa, que ya ha sido revisado en un noventa por ciento, el trabajo de Maier ha impulsado "un renacimiento del interés por el arte de la fotografía callejera".
Hay más novedades sobre esta artista oculta y asombrosa. Maloof, que comenzó a gestionar y promocionar el archivo a través de un blog, está convirtiéndose en empresario gracias a la casualidad de su maravilloso hallazgo. Está produciendo el documental, Finding Vivian Maier, del que ya se ha distribuido un trailer, y ha coordinado el libro Vivian Maier: Street Photographer, con texto del crítico Geoff Dyer. John Maloof, que trabaja como contable de Chicago y es aficionado a la fotografía, dió con los 100.000 negativos, 3.000 copias en papel, cámaras y otros enseres de Maier tras una subasta de muebles viejos y antigüedades depositados en un trastero y sacados a la venta por impago de las tasas de almacenamiento.
Maier murió en la pobreza en 2009 y vivió en la calle durante algunos meses Intentó localizar a la fotógrafa, pero Maier murió antes de que Maloof lo consiguise. Se sabe que nació en Nueva York, que era de ascendencia austro-húngara, que vivió una temporada en Europa pero regresó a los EE UU, que trabajó cuatro décadas cuidando niños y que murió en la pobreza. Incluso se ha afirmado que tuvo que acudir a la beneficencia y que durante unos meses vivió en la calle.
Una vida discreta
Quienes la conocieron la definen como alguien gris, intelectual, reservada, excéntrica, celosa de su intimidad; la palabra 'obsesiva' sale a la luz con más frecuencia de lo que a ninguno nos gustaría en nuestro obituario. La descripción, sin embargo, encaja con esa niñera que vestía sombrero de ala ancha, abrigo de lana y calzaba zapatos de hombre, perennemente parapetada tras una cámara de fotos y a la que gustaba retratar su sombra en parques, escaparates y callejones. Una presencia desasosegante, nada que ver con Mary Poppins.
Vivian Maier ha cosechado después de muerta la fama que jamás tuvo en vida -aunque, a decir verdad, tampoco la buscó- y lo ha hecho gracias a una extraña carambola de acontecimientos que convierten su peripecia vital en algo único. Su obra va camino de ser un fenómeno editorial, ha merecido exposiciones desde Los Ángeles a Londres y como toda buena historia americana, la suya ha acabado en el cine. El detonante de ese feliz alineamiento de planetas tiene nombre propio. John Maloof es un joven de Chicago que mataba las horas reconstruyendo el pasado del Northwest Side, un distrito residencial próximo al lago Michigan donde los inviernos se hacen eternos y el viento desdibuja las columnas de vapor que emanan del asfalto. Su existencia discurría sin mayores sobresaltos hasta que un día decidió participar en una subasta de esas a las que son tan aficionados los americanos y que se resumen en compre usted a ciegas el contenido de ese trastero y tal vez se lleve una sorpresa.
Maloof pagó 400 dólares por un lote que contenía cientos de negativos y del que, en un primer momento, decepcionado, creyó no obtener mayor provecho. Pasaron varios meses hasta que aquel paquete anodino volvió a captar su atención por casualidad. Había empezado un curso de fotografía, así que decidió escanear los negativos y... ¡eureka! Descubrió el tesoro que había caído en sus manos: una colección de imágenes que diseccionaba con la habilidad de un cirujano la sociedad norteamericana de la segunda mitad del siglo XX, obra de una niñera que escondía su auténtica vocación con la habilidad de un agente secreto. Las fotografías le cautivaron.
Más tarde empezaría a establecer paralelismos entre el trabajo de Vivian y lo que otros artistas consagrados habían conseguido; un cruce entre Henri Cartier Bresson y Diane Arbus, entre Weegee y Winogrand. Pero lo primero en que reparó fue en la gente, en el profundo contraste que anidaba en el corazón de la sociedad, en la cercanía con los más desfavorecidos, fruto de la empatía de alguien que conocía la dificultad de abrirse camino, más interesada en lanzar una mirada de curiosidad que en cultivar la aprensión. Vivian fotografiaba y desaparecía, sin dejar más prueba de su paso que una tenue corriente de aire. Como un espectro. Sus paseos, a veces con los niños que cuidaba, le conducían lo mismo a playas, jardines y teatros en días de estreno, que a patios con un regusto a West Side Story y barriadas de miseria donde cualquier alusión al sueño americano suena a broma de mal gusto.
John Maloof empezó a contactar con los otros compradores de aquella subasta -lo que había desperdigado el archivo de Vivian a los cuatro vientos- y no paró hasta reunir de nuevo el 90% de los fondos. El resultado son cerca de 150.000 negativos en color y en blanco y negro Maier casi nunca revelaba las fotos, lo más probable por falta de dinero, 3.000 grabados, cientos de carretes y un inconmensurable fondo documental a base de recortes de periódico que sirve de telón de fondo a ese fresco atrapado durante décadas y almacenado en un trastero por falta de espacio.
Lo cierto es que la vida de Vivian es un misterio, incluso para la gente que formaba parte de su decorado diario.
Desde los Gensburg de Chicago, una familia con tres hijos para la que trabajó durante casi dos décadas, hasta los empleados del cine que solía frecuentar cuando le llegó la hora (meses antes había resbalado en una placa de hielo y se había golpeado la cabeza, lo que marcó su declive definitivo).
El manager de la sala, el primer sorprendido por la repentina celebridad de aquella anciana, no duda en rememorar los recelos que le provocaba, hasta el punto de dudar incluso sobre su salud mental. La muerte le sobrevino a los 83 años, acosada por las deudas y sola.
Foco en Chicago y Nueva York
Vivian nació en Nueva York, pero su infancia y juventud transcurrió en Francia, de donde volvió para quedarse en 1951. Hija de francesa y austriaco, su padre desapareció de escena al poco de llegar ella al mundo y fue su padrastro, un reputado retratista, su mayor influencia. Aquella joven desgarbada y solitaria, pero orgullosa e independiente, no tardó en hacerse con una Rolleiflex, el apéndice que no le abandonaría jamás y que es una presencia constante en sus autorretratos. La cámara tiene el visor arriba y es mucho más discreta que cualquier aparato que se lleve a la cara, por no hablar de que se puede ocultar en el gabán. Colgada a la altura del vientre, las fotografías parecen tomadas por un niño, lo que imprime a su trabajo una pátina de descubrimiento permanente, de disimulado asombro.
La mayor parte de su obra pone el foco en Chicago y Nueva York, donde nada escapa a su curiosidad. Vivian no se conforma con ser un 'voyeur' y sorprender gestos que en cuanto se saben observados pierden frescura y naturalidad. A menudo salta la barrera de los convencionalismos sociales, se acerca y mira de frente, provocando en su objeto de atención un amplio abanico de reacciones: sorpresa, diversión, desgana, enfado, indignación. No por eso se amilana. Sigue adelante y sus pasos le llevan desde solares en ruinas donde se refugian los indigentes, entre colchones y cartones, hasta ese lienzo de inspiración típicamente norteamericana que es el 'downtown', donde se mezclan los negocios y los sucesos, el ultramarinos y el kiosco de prensa, la gala a las puertas de un museo y la matinal en un cine. El star-system encarnado en Kirk Douglas o Audrey Hepburn abriéndose paso a codazos entre agentes de la ley, alcohólicos irredentos, hombres que lucen barriga y cercos en las axilas como si fueran medallas de guerra, mujeres con estolas de zorro, parejas abrazadas en el transporte público, niños afanándose en sus juegos. El aliento de la vida.
Y siempre a escondidas, sin darse importancia, ella es el único público al que buscaba satisfacer. Cuando en la película documental que ha rodado Maloof desfilan los personajes de su vida, la primera pregunta desarma por lo plano, y al mismo tiempo absurdo, de la respuesta. - «¿Usted sabía quién era Vivian Maier?». - «Por supuesto, la nanny».
Fuentes:
http://cultura.elpais.com/cultura/2014/04/09/actualidad/1397042832_214866.html
http://www.20minutos.es/noticia/1094657/0/vivian-maier/fotos/pelicula/
Para saber más:
http://vivianmaier.blogspot.com.es/
Vídeos:
http://www.youtube.com/watch?v=vDewAU-rgIM
Sin duda una grande entre los grandes. Cuando su trabajo salio a la luz me quede pilladisimo y cada imagen nueva (para mi) es una reafirmación de mi primera sensación.
Pues yo no sé si era grande o no era grande....
...pero sí sé que este tipo de fotos son de las que más me gustan....Winogrand, Bresson, Arbus, Weegee, Doisneau....y otros muchos fotógrafos callejeros que seguramente nunca serán reconocidos....
...y desde luego la que sí es grande es Jose, por estos reportajes que nos prepara...muchas gracias y, otra vez, enhorabuena.....
Tengo que reconocer que no conocía a esta fotógrafa, hasta que Joaquín me envió un artículo de La Verdad sobre ella y al ver sus fotos me quedé muy sorprendida, me parecen magníficas y su historia y como salió a la luz su trabajo es muy sorprendente.
Gracias Pepe por los cumplidos, pero son excesivos, ya he dicho alguna vez que esto me está sirviendo para culturizarme fotográficamente y me encanta hacerlo, si además os gusta mucho mejor.